Cuando volvió a rugir aquél viejo motor, trajo a la mente el sinnúmero de veces que viajamos en aquél auto blanco todas las vacaciones a Checacupe, el color amarillento del tablero, la solidez del golpe en las cuatro puertas de metal, los asientos fríos de cuero negro y las mantas para abrigarnos durante el trayecto de dos horas, partiendo de Cuzco (aquél entonces con z-vuelvo a repetir) sobre una carretera de tierra, a veces bajo la lluvia golpeando en los gruesos cristales, a veces con el sol ocultándose mientras relame los pezones de los cerros. El olor a tierra mojada, a hierba húmeda, a sierra fértil.
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